Me habían encerrado. El suelo era de colchón, al igual que las paredes. Quizás también el techo. Lo que me quemaba los párpados era la luz. La habitación estaba silenciosa y congelada. Recordé mi departamento en Lanús porque hacía un frío similar.
De repente oí una música. Tal vez Mozart, o algún artista clásico. La sala empezó a dar vueltas. Giraba cada vez más rápido. Me sentía dentro de una sinfonía giratoria. Mi cuerpo rebotaba de un lado a otro. Quise llegar a la puerta pero cada cada vez se alejaba más.
Cuando finalmente la melodía cesó. Intenté desplazarme pero no tenía fuerza ni para levantar un dedo. Tenía la garganta seca y áspera. El movimiento había terminado al mismo tiempo que la canción. No había ni un mueble. Solo una puerta con un pequeño vidrio negro. La cabeza me daba vueltas, es decir, estaba extremadamente mareado. Una mujer esbelta entró por la puerta. Traía un plato de comida y no se percató de que se le cayó un cuchillo del bolsillo.
De vuelta, la música ensordecedora aumentaba. Esta vez no hubo ningún movimiento. De hecho, la mujer de la comida se transformó en un ser oscuro. Me arrinconé, asustado, contra la esquina de una de las paredes acolchadas. Me dijo que mantuviera la calma, que quería ayudar. Me dio a entender que la única forma de salir era cortando mi carne con la cuchilla y usando el hueso de mi índice como llave.
Luego de que la mujer se esfumase, el silencio reinó en el lugar nuevamente. Grité, intenté abrir la puerta a patadas pero fracasé en mis intentos. Desesperado y empapado en lágrimas, acudí a mi último recurso: Hacerle caso a la mujer tenebrosa. Regué la habitación con sangre y pánico, hasta que llegué al hueso. Ahí fue que me di cuenta que el dolor era real; no estaba soñando. Lo introduje en el cerrojo y se abrió. Corrí, desesperado y sangriento por el túnel que se abrió a mi paso. Llegué, finalmente, a la salida de aquel pasadizo. El suelo era de colchón al igual que que las paredes. No había más que un cuchillo y una mancha de sangre.
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